11/09/2023
Ana Correa nació en el seno de una familia de larga tradición socialista en Chile y desde hace más de tres décadas vive en Menorca. El largo camino de su exilio comenzó hace hoy exactamente 50 años, mientras la voz del presidente Salvador Allende se apagaba tras el ruido de las bombas y los tiros, hablando por Radio Corporación desde el Palacio de La Moneda.
Aunque ha pasado medio siglo, Ana reconoce que la suya es "una familia que quedó totalmente atravesada por la dictadura, dispersa por el mundo". Con el exilio como estigma, pasó muchos años engrosando las tristes filas de los perseguidos políticos latinoamericanos en Europa. "Tengo hermanos en México, tengo sobrinos en Járkov -en la actual Ucrania- e incluso viví en el Moscú soviético en los años 80", señala.
Tras el golpe militar, el padre de Ana, Pedro Nolasco Correa pasó a la clandestinidad. Era un objetivo de los militares por ser parte de la dirección clandestina del Partido Socialista. "Estuvimos meses sin verlo. Estaba escondido en casas de seguridad. La misma noche del golpe apareció un comando buscándolo, y un militar -no sé de qué arma-, nos dijo que nuestra casa sería allanada todas las veces que ellos consideraran conveniente". Tras sucesivos asaltos de la marina, el ejército y carabineros, los hermanos mayores de Ana, Pedro y Jorge fueron interrogados por la policía política del régimen, la DINA.
Un año después del golpe, la familia Correa debió trasladarse a Santiago tras ser notificados de la detención del padre. Pedro Correa, que había sido vicesecretario general del PS algunos años antes, logró sobrevivir a la maquinaria de exterminio del pinochetismo, en parte gracias a la presión internacional. Sin embargo, las terribles marcas del terrorismo de Estado aún están presentes medio siglo después. "Pasó por algunos de los peores centros clandestinos de detención como Melinka Puchuncaví o Villa Grimaldi. Al final lo sacaron a través de Naciones Unidas y poco después nos exiliamos en México".
Pedro Correa tiene hoy 88 años y vuelve a vivir en Chillán. Todos los días se reúne con los pocos sobrevivientes de su generación que quedaron tras aquellos años grises. A pesar de su avanzada edad, el viejo Pedro fue elegido recientemente como convencional constituyente en el proceso constitucional abierto en Chile tras el estallido social de 2019. Renunció al puesto porque considera que se trata de "un proceso fallido" y según dice, "ahorita solo escribo, pinto y soy activo participante para impedir que nos impongan otra monstruosa constitución reaccionaria".
En 1977 la familia Correa se marcha al exilio y se instala en el DF. Allí el padre de la familia trabaja como vicepresidente de la Casa Chile-México, una especie de agregaduría cultural legitimada diplomáticamente y la joven Ana, que ya contaba 17 años comienza a frecuentar las reuniones juveniles con otros hijos de exiliados chilenos. "Comencé a militar en "La Jota", la juventud del PC, un poco por rebeldía supongo. A mi padre socialista de toda la vida no le gustó mucho pero tampoco se podía oponer".
Los años de clandestinidad, persecuciones, exilios, centros de detención dejaron una huella profunda en la relación de Ana con su padre que, según dice, costaría muchas sesiones de terapia arreglar. "En mi casa llegó a haber gente escondida de otros países. No era una realidad normal para una adolescente. Recuerdo que hubo un militante de apellido Mamani, probablemente boliviano y vinculado a la guerrilla guevarista de finales de los 60. Yo estaba como enfadada con mi papá así que al final los dos empezamos a ir al psicólogo".
Hacia finales de la década, Ana y sus hermanos Pedro y Jorge pudieron acceder a una beca de estudios en la antigua Unión Soviética. Aunque su pasión era la historia, el orden socialista exigía a sus universidades una cuota anual de ingenieros y personal formado en ciencias exactas. "Pasé cuatro años en Moscú, fue bastante duro porque la dirección del partido se adueñaba de tu vida. Entonces comenzamos a tener problemas", señala, y añade que "Mis hermanos fueron a Járkov y de esa experiencia nacieron mis sobrinos, hijos de mi hermano Pedro, que viven todavía en la actual Ucrania".
Sobre la guerra en la ex república soviética Ana prefiere no hablar. Otra vez es el estruendo de las bombas y el ruido de la guerra el que separa los destinos de la familia Correa.
Al acabar sus estudios decidió no regresar a México. Era 1983 y el eco de las bombas en La Moneda quedaba lejos, casi tan lejano como aquel tono de voz aleccionador y monocorde de un padre siempre preocupado por la solidaridad internacionalista y proletaria, tan lejana y tan fuera de casa. En el aeropuerto del Prat de Barcelona, Ana vio una larga cola de exiliados chilenos que regresaban a Santiago. "Entre un montón de gente que se abrazaba mucho reconocí a un viejo amigo de mi padre. No lo dudé y le pedí ayuda para quedarme en España".
Trabajó como secretaria en varios despachos escribiendo a máquina y prestó ayuda al PSOE con los padrones de votos durante la naciente democracia ibérica. "Vivíamos en un piso pequeño en el centro de Madrid. Cuando conocí Menorca decidí que tenía que venir a vivir aquí", señala. El inicio de los años '90 la encontró con sus dos hijos pequeños, Pedro y Camilo, instalados en Maó. Ana cuenta que "cuando (sus hijos) tuvieron edad para viajar fuimos a Chile. Mi papá había regresado a Chillán y yo quise que conocieran sus raíces".
A pesar de aquel regreso y de la alegría del reencuentro con otros exiliados y sobrevivientes, confiesa con disgusto que "el gobierno de Boric no me dice nada. No tiene nada que ver con un proceso realmente transformador. Escucho a la izquierda hablar de pragmatismo y me disgusta".
Medio siglo después de aquella mañana en que el terrorismo de Estado inauguró una etapa oscura y sangrienta, Ana Correa recuerda y confiesa "me duele Chile", mientras fantasma del golpe, que todavía divide al país, vaga como una sombra por el reconstruido Palacio de La Moneda.
Crónica per Redacció Posidònia