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Crónica de la Flota Remendada y el monolito de los argonautas rusos

La noche del sábado 18 de noviembre de 1769, un navío de la Marina Imperial Rusa perteneciente a la Flota del Báltico fondeaba en el puerto de Mahón. Era el primero de una imponente escuadra de guerra enviada por la zarina Catalina de Rusia para combatir a los otomanos, con quienes se disputaba el control de la península de Crimea. Esta es la historia de cómo terminaron más de 200 marinos rusos enterrados en Menorca.

La noche del sábado 18 de noviembre de 1769, un navío de la Marina Imperial Rusa perteneciente a la Flota del Báltico fondeaba en el puerto de Mahón. Era el primero de una imponente escuadra de guerra enviada por la zarina Catalina de Rusia para combatir a los otomanos, con quienes se disputaba el control de la península de Crimea. Con el correr de las semanas llegaron a ser nueve los buques que ondeaban el pabellón blanco con aspa azul de los zares, en las aguas tranquilas del fonduco mahonés.

El almirante Grigori Andreevitch Spiridoff dirigía la expedición bajo estricto secreto militar. Con la colaboración de la corona británica, su escuadra debía llegar al mediterráneo en pocas semanas y sorprender a la marina turca, cuyo sultán no se imaginaba que una escuadra rusa pudiera navegar tan al sur. De esa misión secreta dependía, en parte, el anhelo -eterno- de la Gran Rusia de obtener una salida al Mar Negro. Y todo se torció.

Según el asesor de Marina de Distrito Juan Llabrés, la primera tormenta sorprendió a la flota de Spiridoff a poco de abandonar el puerto de Kronstadt. Dos de sus navíos perdieron la arboladura y otro encalló frente a Kattegat antes de abandonar el Mar del Norte. Al llegar a Copenhague ya contaban 50 muertos o incapacitados para el servicio debido a la mala alimentación y la corrupción del agua potable. Otros 83 murieron por enfermedades infecciosas como la fiebre amarilla o el tifus y fueron enterrados en el puerto británico de Grimsby. Hasta llegar a Menorca, otros 332 murieron de escorbuto.

Quizás fuera la diversidad de peso y velocidad de las embarcaciones que participaban en la expedición. Quizás la pericia -o falta de ella- de los marinos rusos para navegar los mares del Sur, quizás las malas condiciones higiénicas; el hacinamiento, la podredumbre y el escorbuto. Quizás los remiendos de sus velas y jarcias en cada puerto franco. Tal vez el relleno de estopa y lana de cordero que forraba los agujeros en la madera ajada de sus navíos. Quizás fuera todo eso junto lo que hizo conocida a aquella triste expedición como “La flota remendada”.

Con todo, el obstinado almirante Spiridoff estaba decidido a cumplir las órdenes de la zarina y de su superior el conde Orlov, -un advenedizo y rechoncho aristócrata, siempre rodeado por oscuros rumores en la corte-, o morir en el intento. De aquella flota de guerra compuesta por más de 5000 soldados, apenas un espectro deshilachado y roto, cargado de moribundos y enfermos recaló en las aguas negras de Cala Figuera tras cuatro meses de penosa travesía. El Eustafi, buque insignia de una escuadra hecha de parches y costuras, entró en el puerto de Mahón solo y en silencio como una sombra triste.
Por aquel entonces Menorca permanecía bajo dominio británico.

El gobernador James Johnston permitió a Spiridoff desembarcar a trescientos enfermos, de los cuales doscientos se quedarían en tierra para siempre. A pocos metros del fondeadero, entre las cuevas, fueron enterrados todos los marinos rusos excepto uno: el joven Andreas Spiridoff, hijo del almirante Grigori, quien no llegó a cumplir 20 años y que descansa todavía hoy bajo el suelo de la iglesia de la Concepción ubicada en la calle Cos de Grácia del centro de Mahón.

En una placa de mármol negro, en cirílico y en latín todavía puede leerse: “Tú has muerto, siendo llorado por tu padre y tus amigos, pero tus despojos están enterrados en tierra amiga. Tu tumba pregonará las hazañas de Catalina y enseñará la nueva vida de los argonautas rusos.”

El monolito perdido

Era 2006. La responsable del Museo de Lluc, Elvira González recibió de manos de Irina
Erokhina, encargada de Bellas Artes del Museo de Moscú, una lámina del siglo XIX donde
se representaba La Mola y un monolito dedicado a los marinos del Eustafi. En ese instante,
Elvira se dio cuenta de dos cosas: que aquel cuadro no era una ilustración de Mallorca
como le había sugerido en un principio su colega rusa, y que aquel monolito llevaba siglos
perdido. Luego el aluvión de preguntas.

¿Cómo era posible que un contingente militar ruso estuviera enterrado en Menorca sin que nadie dijera nada en 250 años? ¿Qué fue del monolito que recuerda la triste deriva de la infantería de marina de la Rusia Imperial? y ¿Por qué el almirante Spiridoff consideraba que Menorca era “tierra amiga”? Elvira decidió contactar con el coronel Fornals, en ese momento director del Museo Militar de Menorca. El coronel delegó la tarea de buscar ese monolito bicentenario perdido en algún páramo pedregoso y soterrado del puerto de Mahón en alguien idóneo: el capitán Javier Girona Hernández. Toledano cincuentón, moreno y de maneras algo rústicas. Militar de carrera, veterano de Bosnia con mucha mili encima y con una singularidad: la pasión arrolladora por la historia.

-Hay que encontrar esto Javier, dijo el coronel agitando una fotocopia de la lámina
traída desde Moscú. A partir de entonces Javier Girona se obsesionó. Como un sabueso entrenado revisó planos de la época, pateó bibliotecas, hizo excursiones, contrató arqueólogos.

Junto al coronel Fornals fueron armando aquel rompecabezas. Así, husmeando, llegaron a un libro del
historiador Francisco Hernández Sanz quien aportaría una pieza clave: la historia de los
Alexianos. Nicola Alexiano había sido el patriarca de una colonia griega asentada en la Menorca
británica que prosperó económicamente al calor del comercio y el espíritu de negocio del
protestantismo inglés. Su familia adquirió las salinas de Fornells y el cabo de La Mola donde
construyeron un pequeño cementerio ortodoxo, fe que comparten griegos y rusos.

Según Sanz, allí fueron trasladados los restos de los soldados de La Flota Remendada tras
una gran inundación sucedida en 1820 que exhumó los huesos que permanecían
enterrados en las cuevas de Cala Figuera. En las inmediaciones de lo que hoy es la
Fortaleza de Isabel II levantaron el monolito perdido.

Un hallazgo inesperado

Pasaron los años. El coronel Fornals se ha retirado. El capitán Girona se convirtió en
comandante. El monolito sigue perdido. Javier camina despacio por la fortaleza de Isabel II
con la suficiencia de quien conoce el terreno como la palma de sus manos callosas. Vestido
de uniforme, las manos en el abrigo, patea guijarros mirando al suelo. Es sábado o domingo. La tramontana sacude el peñasco más oriental de la isla con violencia.

- Entonces vi lo que parecía un nido de ametralladoras semienterrado. El viento me
ayudó a ir descubriendo de a poco aquel hueco. Me di cuenta de que había dos tipos
distintos de cemento y entonces recordé el monolito. Junto a una arqueóloga excavaron aquel nido antiaéreo y descubrieron que debajo había una construcción más antigua, una infraestructura hecha con piedra pizarra. Era la infraestructura del monolito. Javier miró el paisaje alrededor recordando el cuadro moscovita y de pronto, la última pieza del rompecabezas encajó.

Aquella argamasa sobre la que estaba el obelisco les sirvió a los soldados republicanos para construir un nido de ametralladoras durante la Guerra Civil. Lo derribaron para evitar que sirviera como punto de referencia, como blanco de tiro. Las gafas de sol de marco grueso y cristal marrón no ocultan del todo el brillo en los ojos del comandante al recordar el momento del hallazgo más esperado y quizás más espontáneo de su carrera como historiador amateur y como militar profesional.
Una mañana de 2020 sonó el teléfono, en la pantalla un número de Madrid. Del otro lado de la línea, la voz melosa de un tedéum.

Era el máximo responsable de la iglesia ortodoxa rusa en España, el Pope Andrei Kordochkin, llamando para felicitar el hallazgo del comandante Girona. Con el financiamiento de la iglesia y el apoyo del gobierno ruso, el monolito perdido volverá a su sitio, a honrar la memoria de los muertos más lejanos de la vieja Rusia Imperial. La historia del Monolito llegó a oídos del Kremlin, y el gobierno de Putin instruyó a su embajada a ponerse de acuerdo con el Pope Kordochkin y reconstruir el monolito. Una obra de 325.000 euros, que aunque interrumpida por la pandemia, se retomará apenas sea posible.

Es 2022 y hace frío. Desde aquella noche de 1769 pasaron por el puerto de Mahón muchas otras flotas, muchas otras guerras y hasta dos pandemias, una de las cuales aún hace estragos en el mundo. Como el sábado o domingo del hallazgo inesperado, la tramontana barre la isla con violencia. Desde el puerto se ven los mástiles de los barcos atracados en Cala Figuera. Un recuerdo más alegre, de un puerto distinto, que cuenta las historias más increíbles para quien, como Javier Girona, le preste oídos a la mar.

Crónica por Redacción Posidònia

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